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Rated: E · Short Story · Foreign · #1688379
This is a story in Spanish about an old couple facing a tragic sickness.
Después de notar que yo estaba simultáneamente feliz y lúcido, una conjunción no sólo rara sino imposible, ella también quiso sentir lo mismo. En ese momento de oscuridad y silencio, cerramos los ojos y nos quedamos dormidos.



La luz de un fuerte sol mañanero entraba por la ventana, queriendo despertarnos a los dos. Los últimos años me habían enseñado a ser el primero en levantarme de la cama, pues si no lo hacía yo, ahí permaneceríamos durante todo el día. Al ver que me levantaba con pereza, Magdalena empezó a hablar.

— ¿Que haremos hoy?— quiso saber Magdalena, quien permanecía en cama con los ojos cerrados. Le quise decir que las opciones eran infinitas; que podríamos irnos de viaje a Hong Kong, o que nos iríamos a pasear en mi carro, hasta llegar a un sitio cálido y húmedo, donde nos podríamos asolear. Incluso, le quise prometer que escalaríamos una montaña en este día tan hermoso.  Pero me era imposible cumplir cualquiera de estas promesas, pues desde hace años mi querida esposa Magdalena sufría de una misteriosa enfermedad que la mataba lentamente desde afuera hacia adentro.  Ya habían pasado cinco años desde la última vez que Magdalena podía caminar.



—Te haré huevos de desayuno, —respondí, evitando contestar la pregunta que Magdalena me hacía cada día. Como todas las mañanas, le hice dos huevos fritos, un jugo fresco de naranja y un café negro sin azúcar. Se los llevé a la cama, donde yacía en la misma posición. Al volver, noté su mirada ausente.

— ¿En que piensas?—le pregunté. Magdalena suspiró y abrió los ojos lentamente.

— ¿Ya está mi desayuno?—respondió mi mujer, queriendo evitar mis preguntas, como yo las de ella. Y así pasábamos cada día, cada uno evitando la realidad del otro, quizás por cuidar los sentimientos del otro, o tal vez por evitar nuestra propia realidad. Quizás, pero así nos pasábamos la vida, y así nos manteníamos contentos; amándonos y sujetándonos de lo que alguna vez fue nuestra realidad.



Después del desayuno, la bañé con una esponja húmeda. Lo hacía lentamente, por paciencia, sí, pero también por alargar la sensualidad del momento. Hoy, todo gesto llevaba un toque especial. Frotaba la esponja por su estomago y por sus muslos pálidos y flácidos. Pasé la esponja por un cuerpo que solía ser firme y musculoso, pero que a pesar de los cambios yo no dejaba de querer.



Luego de un largo baño, lentamente la vestí y la ayudé a sentarse en su silla de ruedas. Le maquillé su rostro, sonriendo al caer en cuenta que esta era una de aquellas absurdas actividades femeninas que nunca pensé que tendría que aprender a hacer. Pero a Magdalena siempre le gustó verse bien,

—Soy enferma, pero no invisible, — renegaba mi esposa, cuando ya no podía arreglarse sola. La llevé a dar un corto paseo por el barrio hasta llegar al parque. Salimos los dos, no uno al lado del otro, sino yo detrás de ella, empujando su silla de ruedas. El sol brillaba aun más fuerte, y aunque no lo podía expresar, sé que mi esposa quiso sonreír. La gente nos pasaba, sonriente, como diciendo, mira que buen esposo, mira como la quiere. Me disgustaba que sintieran lástima por Magdalena, pues a pesar de todo, llevábamos una vida feliz. Yo la paseaba lentamente, gozando cada momento con mi querida mujer. Absorbía el momento con todos los sentidos, mientras mi esposa se contentaba con observar. Finalmente, llegamos al parque, al mismo sillón donde alguna vez yo le propuse matrimonio. Allá la llevé yo, no por razones de melancolía, ni tampoco por seguir una rutina, sino porque era a ese parque donde mis piernas me llevaban cada día. Era en una banca, debajo de un gran árbol, donde le leía su libro favorito, “El Alquimista” una y otra vez. Luego, conversábamos por horas, y aunque no hubiese nada nuevo por contar, nunca nos faltó el tema.



Pronto, la llevé a la casa. A la mitad de camino, dejó de responder a la conversación, y supe que se había quedado dormida. Cada día, dormía más horas. Yo sentía que su vida lentamente se terminaba, mientras que la mía amenazaba con muchos años de soledad. Al llegar a la casa, tuve cuidado en no hacer ruido, y como de costumbre, la pasé a la cama lentamente y la tapé con una gruesa cobija de lana. Viendo que estaba profunda, quise acariciarla. Su estado sonámbulo provocaba en mí una fuerte sensación de ternura. Al tocarla, sentí como su piel perdía su calor.



Durante 35 años de matrimonio, en ningún momento me cansé de estar junto a mi mujer. En algún momento llegué a pensar que era su condición lo que me hacía comportarme así, que me llevaba a  saborear cada momento que pasaba junto a ella. Sin embargo, lo único que su enfermedad cambió fue nuestra actitud ante nosotros mismos. Yo me retiré de mi trabajo y juntos, aprendimos a tomarnos la vida con calma. Y así pasamos nuestros últimos momentos, con tranquilidad y jamás queriendo que llegara el siguiente día. Pero el tiempo es nuestro más grande enemigo, y fue así como se nos pasó cada momento, hasta que, un día normal,  me acosté junto a mi querida Magdalena y le agarré la mano, dándole un firme apretón. Su mano, casi fría, me devolvió un fuerte apretón, y luego me soltó para siempre.



La expresión de Magdalena era una de serenidad profunda; como la de un bebé recién nacido. Yo la miraba y quise sentir lo mismo.

© Copyright 2010 Laura M (lalaura1089 at Writing.Com). All rights reserved.
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