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Rated: 18+ · Fiction · Fanfiction · #2314963
Al regresar a Unova, una entrenadora se entera de que su madre sabe mucho más de ella.
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—¡Deténgase, señora, por favor! ¡Comprendemos que esté enojada!

—¡Creo que no! ¡Voy a asegurarme de que se lo graban en la cabeza! —Una muchacha de pelo castaño golpeó el pie, provocando un crujido tan fuerte que resonó en toda la sala—. ¿¡Cómo te sientes!?

El pánico se apoderó de la multitud. Pero la policía y la seguridad del aeropuerto no lograron detener el ataque. Cuando llegaron al lugar, una de las empleadas se agarraba el brazo. Estaba tan retorcido que parecía tener dos codos. La agresora, que ya estaba saliendo por la puerta, hizo verbal su amenaza.

—¡Que esta vez no manden mi equipaje hasta Alola! ¿¡Tan difícil es hacer que envíen las maletas al puto lugar correcto!? —Suspiró una vez dentro del avión, y luego sonrió.

Tras cuatro años de viajes, era hora de que cierta entrenadora Pokémon volviera a casa. Sentada junto a la ventanilla, Hilda, de 18 años, se puso el cinturón y apagó su C-Gear.

Por mucho que le gustara la región de Kanto, el otro lado del mundo la llamaba. Sus habilidades en las batallas Pokémon habían aumentado en los últimos años, pero sus fondos no compartían ese crecimiento. Había gastado mucho no sólo en sus Pokémon, sino también en material de acampada, gastos de hotel y otras cosas en las que una adolescente derrocharía el dinero. Sólo subir al avión fue una suerte, ya que apenas tenía dinero para un boleto de adulto.

Cuando acabaran las 14 horas de viaje, podría ser pobre en Unova.

El avión partió y se había nivelado. Capaz de desabrocharse el cinturón de seguridad, Hilda sacó su portátil blanca del equipaje de mano. Apoyó la espalda en la ventanilla y los pies en los asientos vacíos de su fila.

—Carga, inútil… —Tecleó mal la contraseña cuatro veces antes de que apareciera un mensaje de éxito. Cuando apareció su fondo Victini, se secó la frente. Conectarse al Internet del avión era el último paso para ponerse cómoda en este vuelo largo.

Abrió el navegador estándar, no sin antes mirar a su alrededor. Ningún pasajero le prestó atención y, sin embargo, el brillo de la pantalla disminuyó hasta ser apenas visible. Se serenó y tecleó «pies de chica» en la barra de búsqueda. No tardó ni un segundo en entrar en la sección de imágenes del sitio.

Se le nublaron los ojos al ver la primera imagen, que mostraba la parte superior de los dedos de los pies de una mujer. La segunda recibió el mismo trato, pues mostraba a una entrenadora Pokémon muy joven con los pies sobre un sofá. Por último, la tercera imagen atrajo el cursor de Hilda. Mostraba a una morena sentada en una acera empedrada, con los pies descalzos cruzados por los tobillos. Sus plantas eran vibrantes, impecables y muy anchas. Su sonrisa al señalar sus pies detuvo el corazón de Hilda.

«Probablemente tenga un novio que no sabe qué hacer con esas bellezas.»

Mientras se sonrojaba, abrió otra foto que mostraba unos pies blancos, pero ningún cuerpo. Luego vino una de una chica con los delgados dedos enroscados en la pata de una mesa.

El navegador de Hilda sabía lo que quería ver. En una lista desplegable había «pies con calcetines, pies sucios, pies de mujer arrugados, pies de mujer madura, pies de chico, pies en sandalias, pies en la playa» y al menos 60 alternativas.

La portátil se hundía más en su entrepierna cuanto más dentro de la imagen estaba. Observar unos dedos masculinos más oscuros que se extendían hizo que Hilda iluminara la pantalla. Pero sabía que podía cerrarla si percibía que alguien iba a pillarla.

«Borraría todos los datos de mi cuenta si fuera necesario. ¡Ah! ¡Esta tiene movimiento!»

***


«No funcionará bien si no se borra parte de ella.»

Eran las 02:00 en Unova. La madre de la entrenadora estaba sentada ante el escritorio de su hija, encorvada, con el pelo revuelto y bolsas bajo los ojos. Pero su rostro esbozaba una sonrisa al mirar el dormitorio de Hilda, recién organizado. Con el suelo de madera pulido, la alfombra limpiada, la cama hecha y las plantas sustituidas, Whitelea estaba segura de que su hija estaría cómoda cuando llegara. Por si todo eso no fuera suficientemente generoso, le había comprado a su única hija un Wii U y limpiado el armario.

No eran los montones de ropa, los ganchos afilados o las cucarachas lo que convertían el armario en una zona de guerra. La culpa la tenían los zapatos viejos de los que aún conservaba. Ya fuera por pereza o por valor sentimental, los zapatos de Hilda habían residido permanentemente en su armario desde los once años. Las zapatillas deportivas, un montón de botas y las sandalias tan desgastadas que las plantillas dejaban tras de sí rastros pegajosos.

Aunque ahora estaban bien alienados, sin tirar ninguno, recibían un nuevo viaje a la lavadora. Como resultado, la habitación de Hilda nunca olió mejor.

Con lo más difícil eliminado, Whitelea encendió la vieja computadora de Hilda.

—Veamos si la contraseña es la misma… —Tecleó siete caracteres y fue recompensada con una campanada—. Hilda, hace tiempo que te dije que dejaras de usar mis contraseñas. Es estúpido cuando lleva tu nombre.

Abrió el navegador e enseguida se sincronizó con la actividad de Hilda en sus viajes.

—Quizás no debería borrarlo todo, pero no veo nada bueno en conservar la caché. —Fue hasta la carpeta del historial.

Un Wailord podría haber destrozado su casa, y habría dejado a Whitelea menos sorprendida. El historial de Hilda en esta computadora contenía muchos sitios web razonables, como una calculadora de compatibilidades de tipos de Pokémon conocidos. Pero entre todos los sitios razonables había frases y preguntas que dejaron boquiabierta a la madre.

«Me gusta olerme los pies. ¿Cómo se da un masaje en los pies? Pies de chico. Quiero besar los pies de mis amigos. ¿Pies de adulto? Me gustan los pies de mi mamá. ¿Está mal besar a mi mamá con lengua? Quiero que me laman los pies.»

Después de pasar por resultados similares, se dio cuenta de que la categoría «Navegador en otros dispositivos tenía» un punto rojo. Para su alivio, Hilda era lo bastante responsable como para desconectarse de los ordenadores de los hoteles y de los Centros Pokémon. Sin obstante, había una sesión activa, y la preocupación de Whitelea la obligó a hacer clic en ella.

Miró las marcas de tiempo mientras leía resultados aún más extraños, enterándose de que el comportamiento de su hija continuaba ese mismo día. Incluso sus búsquedas sin pie incluían temas que dejaban atónita a su madre. Hilda había buscado cómo ser más bella, cómo parecer lo más delgada posible, por qué estaba soltera, por qué los chicos preferían a las chicas que eran «putas», cómo trabajar en un salón e incluso si era normal encontrar atractiva a su madre.

«Hilda, ¿te atraigo? ¿C-Cómo es que…?»

Con el navegador aún abierto, Whitelea ralentizó la PC con el número de ventanas que abrió. El historial de Internet de Hilda sólo revelaba una parte de la verdad, ya que en la carpeta «Imágenes» yacían muchos tesoros secretos. Especialmente la carpeta llamada «Private Picture».

«Qué fotos privadas tienes, Hilda?»

Un clic llenó la pantalla de fotos de Whitelea y su querida hija. Lo que parecía inocente hizo que su respiración se ralentizara al notar un tema recurrente. Los pies. Whitelea estaba descalza en la mayoría de las fotos, y a veces sus plantas blancas estaban cerca de la cámara, como en las fotos de la playa. Jadeando, amplió una imagen de las vacaciones, en la que la cara de Hilda estaba cerca de sus pies. Aquellas mejillas rojas eran el resultado de todo menos de una quemadura solar. Para colmo, la foto estaba editada con un borde en forma de corazón.

La madre confundida sólo pudo mirar su reflejo en el monitor antes de mirarse los pies.

***


Hilda se frotó los ojos, recuperándose del fuerte desfase horario. Lo bueno era que por fin había bajado del avión y, en un giro inesperado, su equipaje no había sido enviado al aeropuerto equivocado, como ocurría a menudo. Lo malo era que estaba en Ciudad Opelucid, que estaba a muchos kilómetros de su hogar en Pueblo Arcilla. Y como sus pies no habían salido de las botas, empezaba la noche con las plantas doloridas.

—No quiero volver a volar por un tiempo. —Entonces sacó una Pokébola de su bolsa.

Apareció un Staraptor, el Pokémon depredador de tipo normal/volador de Sinnoh. Con 45 niveles de experiencia, no era el más fuerte del equipo actual de Hilda, pero sí lo bastante para llevarla a una distancia. Aunque sus maletas adicionales complicaban la logística.

—Como no conoces este lugar, quiero que me lleves en esa dirección —dijo señalando hacia el sudeste—. Mantennos a poca altura del suelo y te diré cuando... ¡No! ¿¡Qué estás haciendo!? ¡Aaaaay! ¡Sabes que me dan miedo las alturas!

El Staraptor elevó a su dueña 90 metros en el aire, rugió y luego voló hacia el sureste de Unova.

Hilda gritó, luchando con desesperación por no dejar caer sus pertenencias. Esperaba que las garras del Staraptor no desgarraran su chaqueta o se cansaran demasiado para llevarla. Los dos viajaban tan rápido como una avioneta a toda velocidad, y el pájaro incluso hacía toneles. No por ninguna razón, salvo para parecer genial o para asustar a Hilda por hacerle trabajar tanto.

—¡Baja! —Reconoció su pueblito contra el fondo del atardecer—. ¡Baja! Y esta vez, no me sueltas hasta que esté cerca…

A medida que sus gritos es hacían más fuertes, aumentaba su velocidad. El impacto con el suelo dejó un estrecho cráter, sobre el que revoloteaba un gran pájaro. Gimiendo, la entrenadora obligó al Staraptor a volver a su bola y se limpió la cara sucia.

—¡Vas a la guardería mañana, tonto! —Con la gorra y la bota izquierda separadas por el choque, maldijo al Pokémon mientras las buscaba—. Ay... Los pies me están matando, y tú no has ayudado nada.

Olisqueó la bota caliente antes de dirigirse a trompicones a la puerta principal de su casa. A pesar del dolor de su cuerpo, sonrió cuando llenó su nariz el cálido aroma de las piñas.

—Aquí estoy —cantó, cerrando la puerta.

—En la cocina, Hilda.

Oír la voz de su madre sin compresión reconfortó a la joven adulta. Se desabrochó la bota que le quedaba y corrió a la cocina en calcetines negros, donde su vivaracha madre estaba removiendo pasta. Con un chillido de placer, se aferró a Whitelea. La abrazó hasta que tuvo que soltarla.

—Es como si no hubieras cambiado —jadeó. Desde el viaje, sólo había visto a su madre a través de una foto pixelada en el videomisor de su C-Gear.

—No digo lo mismo de ti. —Whitelea frotó el brazo de su hija—. Me podrías aplastar con estos brazos tan grandes.

—Bueno, intento hacerlos más pequeños…

—¡Tu voz! Ahora que la escucho tan clara, es tan diferente. Pasaste de ser una Minccino chillona a ser una Milotic majestuosa.

Hilda bajó la mirada y se frotó los dedos.

—Todos tus amigos van a estar celosos de que puedas tocar esas notas más graves, está bien.

—Sí, los dos amigos. —Hilda fue a servirse un vaso de jugo—. No los he visto ni he hablado con ellos desde que salí de la región. ¿Cómo están?

Mientras Whitelea cocinaba, ella y su hija hablaron sobre lo que había cambiado en Unova. A Hilda le avergonzaba más que sus amigos, Cheren y Bianca, estuvieran en campos económicamente estables. Cheren dirigía todo un gimnasio y asustaba a la gente sólo con un Lillipup. Bianca se había convertido en ayudante de la profesora Juniper y, a pesar de ser un poco torpe, sus conocimientos sobre Pokémon habían impresionado a profesores de otras regiones.

Y aquí estaba Hilda, una chica que era buena en las batallas Pokémon pero no mucho más. Y una carrerea en la batalla no era factible a menos que se lo tomara en serio. No había sueldos constantes o reglas constantes, ni siquiera unos contratos para su estabilidad. Todo era una forma de juego, emocionante y costosa, como aprendió la pobre billetera de Hilda.

Cuando los fetuchini estaban en su fase final, Whitelea le dio una palmadita en la cabeza de Hilda.

—¿Hablamos en la sala?

—Claro, de todas formas me muero de hambre. —La chica se sirvió la comida, echando una cuarta parte del contenido de la olla en el plato—. Más te vale que tu cocina no haya empeorado.

—Por supuesto que no. Ni que hubiera tocado los fideos con los dedos de mis pies.

Hilda hizo una pausa. Aunque se rió entre dientes al darse cuenta de la tontería de su preocupación. Al mismo tiempo, lanzó una rápida mirada a los pies de Whitelea. La última vez que los había visto, estaban sin pintar. Ahora estaban pintados de azul celeste, a juego con el color de los ojos de las mujeres. Y su pie derecho lucía un anillo plateado en el segundo dedo.

—Vaya, qué bonitos están hoy tus dedos, mamá.

—¿En serio?

—Sí. Es un bonito anillo que tienes. —Empezó a jugar con su pelo. —Sabes, he estado tan centrada en las batallas Pokémon que no me he arreglado las uñas desde el pasado Halloween.

—Eres una chica ocupada, ¿eh?

Whitelea movió los dedos de los pies antes de alejarse de la vista de Hilda. La hija empezó a engullir la comida mientras alcanzaba a su madre en la sala. Cuando se sentaron en el sofá, Hilda volvió a mirar los pies grandes. La luz del ventilador de techo se reflejaba en las uñas, lo que la hizo mirar aún más. Cuando volvieron a moverse los dedos, Hilda habló rápidamente.

—Ser entrenadora Pokémon parecía divertido, con las batallas y los torneos, pero me está agotando —dijo, sentándose con las piernas cruzadas.

—Pues nunca te obligué a seguir ese camino.

—Lo sé. Es sólo que… los últimos meses he estado pobre y necesito un nuevo trabajo antes de que me vuelva loca. Algo que me garantice un sueldo.

—¿Qué idea tienes?

—Bueno… —Tragó saliva—. Sigo queriendo luchar casualmente por mis Pokémon, pero estoy pensando en trabajar en un salón de uñas. Sabes, arreglar las manos y los pies. Estuve con un tipo que tenía seis Garbodor fuera de sus bolas, así que sé que puedo soportar unas uñas asquerosas.

Whitelea se inclinó hacia delante, con la mirada fija en el pálido rostro de su hija.

—Mamá, es dinero garantizado.

—Quiero que te sientas cómoda con cualquier trabajo que elijas —explicó Whitelea—. Pero, mija, si quieres hacer esto para satisfacer tu cosa, no creo que vaya a funcionar.

—¿Cosa? ¿Qué cosa?

Whitelea comió, esperando el inevitable momento en que su hija rompiera el silencio.

—Mamá, ¿cuánto maquillaje me he comprado con mi mesada? Puedo hacerme yo misma las uñas si no me da pereza. Esto no es para satisfacer alguna obsesión o algo así.

—Hilda.

—¿Qué? —La chica dejó su plato—. Sé que no es tan profesional como ser líder de gimnasio o investigadora, pero tengo que hacer lo que yo quiero, no lo que hacen esos dos. ¿Cómo voy a ser yo en ese momento? Por favor, no me trates como si fuera igual que… —Se retorció mientras su madre seguía comiendo sin reconocerla—. Acabo de llegar a casa y me haces sentir como si hiciera algo malo. ¿Por qué? ¿Qué estás…?

—Tienes un fetiche de pies.

Se quedó inmóvil Hilda.

—¿Qué dijiste?

—Me escuchaste.

—No sé de qué estás hablando, mamá. Ni siquiera sé lo que es un fetiche o cómo se llama. ¿Un hongo? Quizá bromeamos sobre que mis zapatos huelen a queso asqueroso, pero no me crece ninguno entre los deditos.

Whitelea estiró las piernas y apoyó sus pies de 41 años en la mesita. Curvó dos veces los dedos. Cuando miró a Hilda, aquellos ojos azules se clavaron en esos dedos azules. Hilda empezó a sacudir la cabeza, echándose hacia atrás.

—Mamá, no me siento cómoda ahora.

—¿Recuerdas aquellas charlas que tuvimos sobre utilizar mi contraseñas para tus cuentas?

—Has… Tú… —Los ojos de Hilda se abrieron de par en par—. ¿¡Tú ingresaste a mi PC!?

—Te estaba haciendo un favor, te lo juro. Quería que funcionara más rápido para cuando vinieras.

—Dios mío. —Temblando y tropezando con sus palabras, Hilda había pasado de pálida a roja—. Escucha, todo eso fue cuando era niña. Sé que es raro, pero…

—Todo el que ha sido entrenador sabe usar el navegador de una computadora. —La miró muy fijamente—. Te gustan los pies. Tienes problemas corporales. Tienes problemas de relaciones, o mejor dicho, problemas de falta de relaciones. Y me sorprende que te encantan tanto las chicas.

—No, no digas eso. Es sólo que me gusta su aspecto, así que no es que las rehace, pero preferiría estar con un chico si realmente me diera la oportunidad.

—Dijiste lo mismo, sólo que con más palabras.

«Sí, ¡eso hago cuando tengo un ataque de nervios!», pensó Hilda.

Apretó los labios. El ambiente, antes cálido, se había convertido en un espacio frío. Aunque siguiera negando la verdad, sus ojos la delatarían. Había renunciado a intentar evitar mirar los gigantescos pies de su madre, y prefería ver los objetos sin rostro que cualquier ojo. Los pies no podían mirarla con decepción.

—Hilda, necesito saber la verdad. ¿Estás enamorada de mí?

La hija negó con la cabeza.

—Pues explícame lo que dice la carpeta de fotos de mis pies. —La interrumpió antes de que pudiera hablar—. Preguntaste sobre besar a las madres en la boca… ¿Cuándo empezó todo esto?

Se encogió de hombros, con los ojos aún clavados en los pies de su madre.

—Sabía que te gustaba tocar los pies cuando eras pequeñas, pero creía que eran tonterías, cosas inocentes que desaparecían cuando crecías. Ahora sé que, cuanto más crecías, más te excitaban mis pies. Intentando hacerme cosquillas… —Sus ojos se entrecerraron. —¿Por eso desaparecían mis calcetines?

—No hay nada que pueda decir que mejore esto. ¿Podemos hacer como si esto no hubiera pasado? Borraré las fotos, iré a terapia, incluso…

—No vivimos en una peli. No entras en una oficina y sales sin amar los pies. Lleve así 18 años.

Hilda se quitó la gorra, gritando dentro de ella.

—¡Me vas a echar de patadas! ¡Dilo ya!

Aunque aún no había visto ninguna lágrima, Whitelea sabía que el violento temblor de Hilda conduciría a eso. Se acercó más y envolvió a la aterrorizada chica en sus brazos. Su hija se hundió en su pecho, temblando y luchando por respirar. Mientras Whitelea le frotaba la espalda y le susurraba para que se calmara, su voz se suavizó.

—No me importa con quién quieras estar, siempre que te trate bien. —Le besó la frente—. Has ganado algo de peso, pero veo que es obviamente músculo, no grasa malsana—. Le besó la mejilla—. Y, Hilda, puedes oler todos los pies del mundo, y éste será siempre tu casa. Si de verdad te parezco atractiva, me siento halagada, como se sentiría toda madre. Es que, ya sabes, hay líneas que me niego a cruzar.

Los jadeos de Hilda continuaron, pero se ralentizaron.

—Entre tu agotamiento y tus problemas con los chicos, cargas mucho estrés. Y hasta que no te ocupes de eso, ningún buen chico querrá estar contigo, por muy linda que seas.

—Si consigo el trabajo, estaré bien.

—Es posible, pero mija, alguien que se excita tanto con los pies es la última persona que quiero que manaje mis pedicuras. Es como hacer bombero a un Magmar.

Whitelea se apartó de su hija, cuyos ojos seguían temblando como si aún estuviera a punto de llorar. La mujer mayor sonrió y, tras dejar el plato sobre la mesa, retrocedió hasta el otro extremo del sofá. Allí sus largas piernas se balancearon hasta que sus pies quedaron planos sobre el cojín.

Los ojos de Hilda se movieron entre los pies y la cara de su madre.

—¿Nunca habías lamido el pie de nadie? —preguntó Whitelea.

—Y no creo que ocurra nunca.

—Una búsqueda en Internet me dijo que, aunque hay unos cuantos tipos que comparten tu obsesión, a no muchos les importa que les toquen los pies.

—No me lo recuerdes. —Hizo un mohín.

—Hilda, he estado fuera todo el día. Salí con las sandalias puestas, así que tengo aquí un poquito de «suciedad de sandalia» en las plantas. Y como hace tanto calor en esta época del año, debe de haber un… un peste ligera en ellos. Quizá un poco de sudor, especialmente entre los dedos.

Hilda se quedó boquiabierta.

—Mamá…

—¡Silencio! —Puso el dudo gordo de su pie derecho sobre los labios de su hija—. Si quieres adorar los pies de un tipo, tienes que practicar para que la primera experiencia le deje pidiendo más.

El corazón de Hilda estaba a punto de estallar.

Durante años había soñado con poner su boca en los pies de su madre. Y ahora no sólo tenía permiso, sino que sus labios probaban el tacto del dedo gordo. En sus manos, los pies de Whitelea eran tan gruesos como podían serlo. En sus labios, la presión era enorme. Era como si todo el dedo pudiera introducirse a la fuerza en su boquita.

Miró nerviosa a Whitelea y le temblaron las manos.

—Hilda, sólo los tipos desesperados quieren a una tímida. —Volvió a poner los pies sobre la mesita, indicando a su hija que se pusiera de rodillas—. Conozco tu lado agresivo. Veámoslo.

—¿Y no se lo dirás a nadie?

—Seremos las únicas que lo sabremos.

Tragando saliva, Hilda se colocó delante de la mesa. Mientras metía las rodillas bajo una almohada, se maravilló de las plantas de Whitelea. Sin duda, todo lo que la mujer había descrito era cierto. Tenía los pies limpios, aunque no sin algunas motas de «suciedad de sandalia» en varios lugares. La más notable era la ligera mancha de los talones. Estas plantas blancas contenían un tinte rojizo que permitía que el sudor brillara ante los ojos de Hilda. Era como si los pies de Whitelea se hubieran sumergido ligeramente en un charco de aceite para bebés.

Sin palabras ante la profunda mirada de su hija, Whitelea curvó los dedos hasta que aparecieron muchas arrugas.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó Hilda, secándose la frente.

—Empieza tú, y yo te ayudaré en todo lo que pueda.

«Intentaré no decepcionarte más, mamá.»

La chica se crujió los nudillos. Agarró el pie derecho y presionó la palma contra la planta. Cuando los largos dedos del pie se abrieron en abanico, Hilda respiró hondo.

Frotó las manos arriba y abajo del pie, una mano en la planta y la otra en la parte superior. Su concentración rara vez abandonaba el pie y, cuando lo hacía, era para ver la reacción de su madre. Hasta el momento, Hilda sólo había recibido una leve sonrisa. En el fondo, esperaba que frunciera el ceño, ya que nunca había dado un masaje en los pies a nadie más que a sí misma. Con una experiencia tan limitada, las posibilidades de dejar a su madre estupefacta eran casi nulas.

Pero a medida que continuaba el masaje, Whitelea empezó a asentir con la cabeza.

—Ya te has esforzado más que cuando me frotan los pies en el salón.

—¿En serio…?

—Sólo te tocan los pies por unos 30 segundos y terminan. Apenas cuenta como masaje. Pero aunque eres mejor, hay mucho margen de mejora. —Esperó un minuto mientras Hilda le amasaba la planta antes de informarla—. Veo que sabes frotar un pie, pero necesitas masajearlo. Hay una diferencia. Apriétalo. Tira de mis dedos.

Hilda apretó primero el arco con la mano derecha y luego tiró suavemente de los dedos con la izquierda. Pronto realizó los movimientos al unísono, una vez cada segundo y medio. Pero su ritmo decayó cuando vio que la expresión de Whitelea no había cambiado mucho.

«Estoy apretándolo como dijo. ¿No se siente mejor?»

Tan poco había cambiado que Whitelea volvió a terminar su comida mientras observaba a su hija. Hilda, con el corazón acelerado, aumentó la velocidad de su masaje.

«Espera… Qué estúpida soy.»

Las manos, antes frenéticas, se tomaron un descanso. Volvieron a un ritmo más lento, a un sistema en el que cuando la mano derecha entraba en acción, la izquierda se detenía. Ahora apretaban el arco de Whitelea antes de tirar de los dedos, pero esta vez cada acción duraba cuatro segundos. Esto significaba que, por un minuto, los dedos o el arco recibían atención entre siete y ocho veces. Y entre caricia y caricia, esa presión satisfactoria tuvo tiempo de registrarse.

Cuando el primer gemido escapó de los labios de Whitelea, una sonrisa tonta se dibujó en el rostro de Hilda.

Con el pie derecho relajado, pasó al izquierdo. El pie era tan macizo como su gemelo, pero Hilda notó una diferencia importante.

—Mamá, estás tratando bien el pie derecho con ese anillo, pero ¿qué pasa aquí?

—Sabes que suelo andar descalza si sólo voy a Pueblo Accumula. Es que mi pie izquierdo no es tan fuerte.

Hilda pasó la yuma del dedo por la planta. Mientras que la mayor parte del pie era tan suave como la masa, esta parta era áspera como una pista. Whitelea tenía callos a lo largo de la mitad superior de la planta y en el talón. Pero no eran más que piel dura.

Antes de continuar, Hilda se llevó la mano a la nariz.

«Sí que huelen un poco…»

—A ver. —Repitió la técnica practicada con el pie izquierdo, pero esta vez tenía un pequeño cambio: varió el ritmo. No sólo evitaba que ella se sintiera como un robot, sino que Whitelea se movía más cuando Hilda jugaba con la velocidad. Cuatro minutos de masajear después, la chica estaba preparadísima para más—. Espero que te hayas sentido bien.

—Se sienten mucho menos tensos… —suspiró Whitelea, apretando sus sudorosos pies.

—¿Puedo…? —Hilda se detuvo y agarró con fuerza el pie izquierdo—. ¡Necesito ver cómo huele!

Con la nariz pegada a los dedos del pie de su madre, Hilda resopló como un Tepig dispuesto a escupir llamas. Fue tan intenso que hizo saltar a Whitelea en su asiento.

Hilda aspiró una y otra vez. El aroma que le llegaba a la nariz era poco menos que embriagador. Aunque percibió un poco de loción, con aroma a vainilla, quedó en gran medida enmascarado por el olor natural de los pies de Whitelea. Apestaban lo suficiente como para mantener a Hilda alerta, pero no eran tan fuertes como para hacerla desmayarse.

—Mmm… —Continuó después de besarle la planta.

Apretó la cara contra todo el pie, dejando que el almizcle de la planta inundara sus fosas nasales mientras gemía. El agarre que ejercía sobre el pie era fuerte, tanto que Whitelea tuvo que abofetear a Hilda con el otro pie para recordarle su existencia. Sin embargo, en cuanto Hilda olfateó el pie derecho, volvió al izquierdo con más fuerza.

—No, este huele mejor. ¬—Pasar la nariz por las secciones más secas se había convertido en su parte favorita.

—No recuerdo la última vez que te vi tan excitada.

—Déjame olerlos después de un largo paseo, y parecerá que hoy estaba muy tranquila. —Hilda soltó una risita mientras olfateaba por última vez. Masajear los pies la llenó de alegría. La impresionó mucho su olor. Pero una verdadera experiencia de adoración de los pies no sería completa sin el acto final. Colocó la boca sobre el talón izquierdo y suspiró.

El talón seco rozó lentamente su lengua. Cuando llegó a la mitad, la textura áspera se transformó en una suave sobre la que su lengua pudo deslizarse con facilidad.

Whitelea la miró con los ojos muy abiertos. Mientras su hija seguía lamiéndole el talón como un perro, sintió un cosquilleo en el cuerpo. De repente soltó un grito ahogado, reclinándose aún más en el sofá. Cada vez que la boquita de Hilda tragaba su enorme talón, Whitelea dejaba escapar un sonido. Ninguno de esos ruidos fue un señal de stop para Hilda, pues gimió ruidosamente en cuanto comenzó a sentir el sabor del pie.

«Vaya, sabe mucho mejor cuando es del pie de otra persona. Sobre todo esta suciedad de sandalia o como quiera llamarlo.»

Al haber mojado el talón izquierdo, inició su ascenso. La lengua se le salió de la boca y se aplastó contra la planta. Todas las arrugas dieron al músculo su propio masajito mientras viajaba hasta la bola del pie. Por supuesto, Hilda no se contentó con lamer la planta una sola vez. Ni dos, ni tres veces. Recorrió repetidamente desde la mitad superior de la planta hasta el talón, variando mucho su velocidad. Cuando iba deprisa, notaba que Whitelea empezaba a reírse más. Sobre todo cuando los dientes de Hilda le rozaban el pie. Pero a baja velocidad, la hija miraba con lujuria a su madre.

Disfrutaba tomándose su tiempo par saborear cada elemento del pie. Desde el sabor acre hasta las motas de mugre salada, era como una comida de cinco estrellas hecha para ella sola. Ver a su madre tranquila, ahora con los ojos cerrados, era la guinda del pastel.

—Voy a limpiarte los dos pies —dijo, dando una larga lamida a lo largo del arco.

Una vez en la bola, lo chupó. Chupó cada vez más fuerte hasta que sus mejillas se pusieron azules. Lamió tan a fondo esta parte, que la saliva goteaba copiosamente cuando se retrocedió.

Whitelea abrió los ojos para ver a su hija chuparle los dedos ahora.

Era como si estuviera viendo a Hilda en sus días de niña, cuando los pies de cualquiera eran sus juguetes hasta que se aburría. Aquella carita tan adorable, los chillidos tan preciosos, la profunda concentración… Todo eso estaría presente en ella. Pero ahora no era una niña, sino una mujer.

Varios pensamientos pasaron por la mente de Whitelea. ¿Era lo correcto? ¿Estaba cometiendo un grave error? Esas respuestas las dictaba el futuro. Lo que sí tenía claro era que, con quienquiera que se juntara Hilda, la querría como compañera. Ya fuera por la forma en que su viscosa lengua se abría paso entre dos deditos o por cómo acariciaba el pie mientras lo besaba, sus técnicas definían lo que era relajante.

Whitelea movió lentamente los dedos en la boca de Hilda.

—¡Mmm! ¡MMM! —Agarrando más fuerte el pie, Hilda vació todos los dedos de su sudor.

—¿Te gusta?

—Mamá… —La lengua de Hilda se deslizó entre los dedos, buscando más mugre que comer—. Creo que sería mejor si me los forzaras en la boca.

—Bueno…

Whitelea volvió a meter el dedo gordo en la boca de Hilda, esta vez con los otros cuatro uniéndose a la fiesta. A Hilda se le salieron los ojos cuando su boca se estiró hasta el límite. Pero Whitelea siguió moviendo los dedos mientras se reía de la situación de su hija. Si el absurdo acabara ahí, sólo se reiría entre dientes. Pero Hilda siguió frotando el pie derecho mientras se atragantaba con el izquierdo, todo ello sin dejar de mirar a los ojos de su madre.

—Chúpame los pies, Hilda.

—¡Sí, dímelo otra vez, mamá! —Movió la cabeza arriba y abajo sobre el largo pie.

—Chúpame los pies. —Whitelea sonrió con satisfacción—. Chupa estos dedos sucios de mamá, nena.

Estas órdenes reforzaron el deseo de Hilda de complacer. Había conseguido meterse en la boca la mitad del pie izquierdo de Whitelea, con las puntas de los dedos haciéndole cosquillas en la garganta. Procedió a dar a su madre una chupada descuidada que duró dos minutos, antes de jadear para tener aire fresco. Cuando la saliva le goteó por la barbilla, apretó inmediatamente el pie derecho.

Lo olió un poco más, gimiendo al sentir la sudorosa planta contra su cara.

—Joder…

Su corazón se aceleró mientras lamía la parte superior y los lados del pie derecho. La planta vendría pronto, pero Hilda no se conformaba con dejar un solo centímetro de este pie sin empapar. Y a juzgar por la sonrisa de Whitelea, su madre no haría nada para impedir que se saliera con la suya.

Salvo arrancarle el pie a Hilda, lo que hizo que la entrenadora arrugara la cara.

—¡Mamá!

—Si lo quieres, pídemelo amablemente.

—¡No juegues! —Hilda se mordió el labio, suspirando. —¿Puedo continuar a limpiarte los pies, por favor?

—¿Puedo hacer esto un poco más cómodo primero? —Whitelea apartó la mesita y apoyó los pies en el suelo. Una vez que señaló, su hija no tardó en colocarse en posición.

De espaldas y bajo los pies de su madre, Hilda comenzó por fin a lamerle la planta del pie derecho.

El sabor era similar al de la izquierda, aunque un poco menos salado. Su estado más limpio significaba que Hilda tenía menos trabajo que hacer. Sin embargo, nadie lo adivinaría por sus lamidas apasionadas. Desde el talón hasta los dedos, se sentía eufórica al deslizar la lengua por el pie. Y desde esta perspectiva, su peso podría aplastarle la cara fácilmente si ella o Whitelea lo hubieran forzado.

Como si leyera la mente de su hija, Whitelea hizo eso.

—Más despacio, Hilda.

Hilda le mostró su pulgar hacia arriba, gimiendo más fuerte mientras olfateaba el pie maloliente. Todo en ese momento era perfecto. El ritmo lento y romántico de las lamidas viscosas de Hilda. La forma en que Whitelea apretaba el pie contra la cara de la chica. La forma en que la suciedad y el sudor se mezclaban en una chuchería adictiva para que Hilda se la tragara. Incluso ver la planta desde tan cerca le producía placer a Hilda, tanto placer que no podía evitar frotarse los pechos.

Los gemidos de Whitelea se unieron a los de su hija. Era más suave, más controlado y por lo visto más inocente. Pero había empezado a aceptar que tener a Hilda chupándole los pies era mejor que cualquier masaje de pies que hubiera recibido.

—Sí, Hilda, entre los dedos…

—Te escucho… —jadeó la chica, acariciándose más mientras se limpiaba entre los gigantescos dedos—. Saben tan bien, mamá…

—¿Por qué no los lames más fuerte entonces?

A Hilda se le curvaron los dedos de los pies. Su cuerpo se estremecía. ¿Cuánto tiempo podría estar así bajo los pies de su madre antes de alcanzar su límite? Sobre todo porque cuanto más jugaba su madre con ella, más salvaje se tocaba. Hilda había pasado de estrujarse el pecho a tocarse descaradamente la entrepierna. Se desabrochó los shorts y los sonidos húmedos acompañaron a la larga melodía que eran los sorbidos de Hilda.

Chupó la salinidad del dedo gordo derecho, sacándoselo de la boca para meter los otros dedos. Cuando estuvieron dentro, Whitelea los separó al máximo.

—Mamá… —La respiración de Hilda se aceleró. Seguía lamiendo el pie—. Mamá…

—Lo haces bien, mija.

—Tus dedos…

—Te encantan. —Whitelea los movió en su boca, gimiendo—. Lo único que quieres hacer con mis pies es chuparlos, olerlos, besarlos y sé que hay más. Dilo, Hilda. Di que te encantan los pies grandes de mamá.

—Me encantan…

—No te escuché.

—Tus pies me…

—Hilda, quiero que lo digas…

—¡Me encantan tus pies grandes y apestoso, mamá! ¡Los amo! ¡Me encanta chuparte los sucios dedos!

—Mucho mejor. ¡Chúpalos, Hilda! —gritó Whitelea con una sonrisa.

—¡Me encantan! ¡Me encantan! —Hilda se repetía entre lamida y lamida mientras sus dedos trabajan más deprisa en sus shorts. Cuanto más rasgueaba, más cantaba. Y cuanto más apretaba el pie contra su cara, más se estremecía el cuerpo—. Ah… ¡Ah!

—¿Está pasando?

La respuesta de Hilda fue una serie de gemidos mientras se metía en la boca todos los dedos posibles. No sólo los del pie derecho, sino también los del izquierdo. Algunos salían constantemente, pero la entrenadora consiguió meter al menos siete a la vez. Y mientras chupaba los pies de Whitelea, sus piernas pataleaban. Se retorció en el suelo, soltando los dedos para poder inhalar el delicioso aroma a pies. Los propios dedos de Hilda se retorcieron en el proceso, y le dio a Whitelea un largo beso en la planta antes de desplomarse del todo.

Los shorts de la chica hacían que pareciera que se había meado encima. Y ahora que estaba bajando de su subidón, todo la golpeó como un camión.

«Acababa de masturbarme con los pies apestosos de mamá... ¡Y lo vio!»

Se puso en pie de un salto.

—No tienes que decir nada, Hilda. ¬—Whitelea elevó sus pies cubiertos de saliva en el aire para que Hilda pudiera ver los resultados. La luz hizo evidente que Hilda había conseguido limpiar los pies. No había ni la más mínima pelusa, mota de suciedad o mancha de mugre en las plantas. Lo mismo era cierto para los dedos, que ella rizó para que su hija volviera a sonrojarse. Al ver la cara de vergüenza de Hilda, Whitelea se rió.

—Mamá, no tiene gracia.

—Sí que lo es. —Pinchó a Hilda con los pies—. Si puedes hacer esto a los pies, me asusta lo que le harás a un chico cuando le quites los pantalones.

«¿Un insulto o un cumplido?»

Whitelea sentó de nuevo a Hilda en el sofá, donde la rodeó con un brazo. Su hija sólo pudo seguir mirándose los pies, pero en lugar de alarmarse, Whitelea continuó sonriendo.

—Anímate. Puede que tienes un lado extraño, pero me lo pasé muy bien. El lamer me parecieron… interesante. Y sé que algún tipo se va a quedar muy impresionado con lo profundo que puedes meterle el pie en la boca.

—¿De verdad te gustó? —Hilda parecía atónita.

—Lo único que no me gusta es que ahora te huele muchísimo mal el aliento.

—Bueno, como que prefiero así…

—¿Qué he dicho de ser tímida?

—¡Me encanta que mi aliento huela como tus pies, mamá! ¿Estás feliz?

—Por fin. —Whitelea la abrazó más fuerte—. Y ahora que entiendo todo esto que tienes, tengo una idea de qué trabajo deberías hacer.

***


A las siete de la mañana, Hilda saltó de la cama y bajó las escaleras. Allí estaba su madre en la cocina, preparando un rápido desayuno para la joven de 19 años.

Whitelea sabía que Hilda vigilaba sus polvorientos pies mientras preparaba los huevos y el beicon. Y si algún trozo de comida caía al suelo, Hilda se apresuraba a comérselo sólo para ver de cerca esos maduros talones. Para Whitelea era una rutina mover de vez en cuando los dedos, para dar a su hija el impulso de energía que necesitaba.

—Espero que no tengas la agenda muy apretada hoy —dijo—. Aún tienes que limpiar tu cuarto. De nuevo.

—Va a seguir oliendo así. Nunca olvidaré cuando volví y me encontré todos mis zapatos lavados.

—No me importa, pero tu ropa sucia no tiene por qué estar en el piso, mija—. Le sirvió el plato—. Que esté ordenado esta semana, o me llevo tu Wii U.

—No es una gran pérdida. —Hilda empezó a zamparse su comida—. Volveré a las tres, así que podré ponerme a ello.

El viaje a Pueblo Undella duró más de una hora en autobús, pero aun así era mejor que arriesgarse a que la soltara su Staraptor, que Whitelea había empezado a entrenar para Hilda. Una hora de tiempo libre significaba que Hilda disponía de una hora para fijarse en los distintos pies que había en el autobús. Las mujeres subían con zapatos de tacón o sandalias, y aunque pocos hombres dejaban los pies al descubierto, de vez en cuando encontraba a un niño descalzo para distraer su mente. Y cuando el bus se detenía, se bajaba y caminaba a paso ligero hasta su lugar de trabajo.

El Dojang Undella estaba normalmente cerrado los lunes, pero Hilda tenía permiso para usarlo si algún alumno quería perfeccionar su habilidad.

Sin sus ropas civiles y ahora con un dobok blanco, entró descalza en el dojang vacío. Hoy era una sesión individual, en la que Hilda se dedicaría principalmente a observar. Aunque si tenía que hacer algunos movimientos, no le importaba ensuciarse los pies. Era cinturón verde, lo que representaba más de un año de entrenamiento en las artes del taekwondo. Aunque aún estaba aprendiendo, presentarse temprano todos los días y demostrar una rápida destreza con sus técnicas le permitió convertirse en ayudante con una paga razonable.

—Por fin. Están intentando matarme de aburrimiento —dijo ella, dando golpecitos con el pie.

—Habría llegado pronto de no ser por algunos problemas en mi propio gimnasio.

—¿Ese Lillipup se ha vuelto loco otra vez?

—Bueno, advertí a la chica que no siguiera pinchándolo. Algunos entrenadores novatos deben aprender por las malas.

—Es verdad. —Hilda estiró la espalda—. Ahora necesitamos esperar a…

—¡Hola, amigos! —Una señorita de pelo amarillo entró tropezando en el dojang, arrastrando una bolsa con el dobok arrugado y colgando—. Me rompía el culo para planchar este esta mañana. No resultó exactamente como quería yo.

—Me suena una mañana normal para ti —rio el hombre mientras la chica empezaba a cambiarse.

Cuando todo estuvo listo, Hilda puso cara seria. Con un grito, juntó las manos. Les miró los pies.

—¡Cheren! ¡Bianca! ¡A empezar!

Se dieron un golpe tras otro, siendo las patadas de Bianca mucho más lentas que las de Cheren. Bianca tenía la ventaja de la imprevisibilidad nacida de su incompetencia. Y gracias a eso, su planta abofeteó al hombre varias veces. ¡Uno, dos, tres, cuatro! Hilda se levantó con una sonrisa burlona. Convencer a sus amigos para que participaran en artes marciales no era lo más fácil, sobre todo porque Cheren no veía la necesidad de defenderse, pero podía sentirse orgullosa sabiendo que tomó una de las mejores decisiones de su vida.

Porque después del combate, que duró once minutos, los dos tenían las plantas grises. Luego, a medida que continuaba, incluso con la participación de Hilda, todas sus plantas se volvieron negras a la hora siguiente.

—¿Cómo se sienten? —Hilda se secó el sudor de la frente, viendo a los alumnos tumbados en el suelo, exhaustos—. Ya saben lo que pasa ahora. Si no pueden vencerme… Siéntense contra la pared.

El dojang estaba lleno de gemidos. Cuatro pies pesaban sobre el cuerpo de Hilda, todos hacia su cabeza y pecho. Un pie de cada alumno le cubría la cara mientras ella trabajaba. No sólo estaba ocupada inhalando el embriagador aroma, sino que su lengua recibió el mejor regalo del mundo. Toda esa suciedad —la suciedad que se había estado cociendo en sus sudorosos pies— le oscurecía la lengua a cada segundo.

—Me hace cosquillas todavía… —Bianca soltó una risita, jadeando cuando Hilda le lamió el arco del pie—. ¡Jajajajaja!

—Iré más lento…

—Está bien, Hilda. Tómate tu tiempo. —Sacudió la cabeza, asombrada—. Anoche ni siquiera tuve tiempo de lavarme bien los pies.

—¿En serio? —La cara de Hilda se puso roja—. ¡Entonces por eso apestan! Mmmm… Me encanta… —Olisqueó profundamente la planta de Bianca antes de oler la de Cheren—. Jeje… Guau, huelen aún más asquerosos que la última vez, Cheren. Eh, los dos… Pásenme estos pies por la nariz y la lengua y todo… Como si mi cara fuera una alfombra.

—Hilda, nunca nos dijiste si haces esto con todos los alumnos.

—Mmm… Y lo mantendremos así. —Besó el pie de Cheren—. Tú no le has dicho nada a nadie, ¿verdad?

—¡No, no, no! No quiero que me rompes…todo el cuerpo. Eh… Es una locura cómo puedes hacer todo esto sin ponerte enferma.

—Hace muchas cosas que nunca hemos entendido y que nunca entenderemos. —Cheren apartó la mirada cuando la lengua de Hilda se deslizó entre sus dedos. Los chupó con fuerza, frotando los pies de Bianca mientras miraba a Cheren. Él suspiró con una sonrisita—. Siempre serás extraña, Hilda.

—Muchísimas gracias.

Y Hilda lamió sus sucios pies hasta que todos gotearon saliva. Una vez secos sobre la estera, los amigos se despidieron y continuaron con su día. Pero Hilda se quedó lamiéndose los labios en el dojang, pues tenía otro alumno del que ocuparse. Nadie se atrevía a decir una palabra sobre sus acciones, sabiendo lo que una sola patada llena de rabia podía hacerles en la mandíbula. Con un sinfín de pies apestosos y un trabajo bien pagado, vivía por fin una vida cómoda Hilda.
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