Cuento corto en español sobre lo que es más importante de lo que imaginamos. |
La avenida 9 de Julio estaba desierta, y, aunque la noche era invernal en el norte del mundo, aquÃ, en Buenos Aires, hacÃan no menos de diecisiete grados, aunque el sol se hubiese puesto. Los edificios estaban ensombrecidos por la falta de luna en el cielo, y, sin embargo, dos pequeñas estelas de luz emergÃan de la ventana de un quinto piso. Eran los ojos grises de un niño, cuya edad no superaba los siete años. Contemplaba admirado el espectáculo de lucecillas que centelleaban en el cielo; pues aquélla fue una hermosa noche, en la que el cielo cobijó a más estrellas de las que hubiésemos podido contar jamás. No obstante, ningún bonaerense miró el cielo esa noche. Todos estaban demasiado ocupados en sus propios asuntos como para que les importase algo tan banal como las estrellas. El niño las miraba, inquieto, con una sonrisa dibujada en los labios. ¡Que bonitas se veÃan! ParecÃan adormiladas sobre una enorme manta oscura, pacÃficas, imperturbables... De pronto cada una adoptó expresión propia; todas se veÃan sumidas en un sueño diferente, pero igualmente felices de estarlo. ParecÃan llamarlo con el pensamiento, reclamarle que subiera a acompañarlas durante su sosiego. De pronto, se sintió deseoso de tener una estrella. QuerÃa acariciar aquel fulgor entre sus dedos, querÃa sentir ese calor cerca de su corazón. Asà pues, bajó del alféizar, donde habÃa estado sentado, descorrió el cerrojo y abrió la ventana. Una suave brisa le acarició las mejillas mientras de nuevo escalaba el alféizar. Una vez arriba, cerró sus grises ojos y esperó… Esperó a volver a escuchar los llamados de los astros, esperó a que ellos aprobaran la misión que estaba a punto de llevar a cabo. Ya se lo podÃa imaginar; él saltarÃa, por unos momentos sentirÃa que se precipita hacia el vacÃo, pero pronto se elevarÃa, planeando con sus brazos como un pequeño gorrión, hasta estar lo suficientemente cerca del paisaje celestial. Entonces, las estrellas le darÃan la bienvenida con sus expresiones adormiladas y sus sonrisas soñadoras, él tomarÃa una, y flotarÃa de vuelta a su ventana en el quinto piso. Su madre no se darÃa cuenta de que su pequeño se habÃa ido, y sentirÃa gran agrado al recibir una pequeña estrella de regalo de cumpleaños durante la noche siguiente. Esperó, y esperó… pero no habÃa respuesta. Sin embargo, no quiso abrir los ojos. No porque quisiera esperar más, sino porque temÃa a las alturas. De pronto, escuchó una risita, casi inaudible, minúscula, pero la escuchó, y por eso abrió los ojos. Encaró los cinco pisos de altura, pero le llamó más la atención el ser que flotaba frente a su ventana. Destellaba como una estrella verdadera, aunque medÃa menos de cinco centÃmetros de altura. Sus cabellos eran largos (aunque no supo si eran cabellos o hilos de luz), sus ojos fulgorosos, su figura era delicada y sus movimientos finos y elegantes. CarecÃa de ningún tipo de alas, sólo se mantenÃa flotando como por arte de magia. El niño estiró su mano para agarrar al diminuto ser, pero escuchó la puerta de su habitación abrirse de golpe, y su madre de ojos grises y hedor a mataquintos se aproximó a la ventana con paso firme y ligero. — ¿Vos que hacés ahà subido?, —exclamó ella, al distinguir la silueta de su hijo, — ¡Casi me matas de un susto! ¡Pensé que habÃan entrado ladrones! ¿Por qué no estás metido en la cama? El niño no prestó atención; estaba contemplando a tan extraña criatura. Los brazos de su madre lo rodearon y lo llevaron hasta su lecho, del que se habÃa fugado. — ¡Hay un hada en la ventana!, —dijo él, emocionado, — ¡Un hada! ¡Volteáte y mirála! La madre no obedeció. —Vos, acostáte. Estás dormido y te imaginás cosas. — ¡Pero allá está! No lo estaba. HabÃa huido cuando sintió que serÃa descubierta, y pasaron muchos años antes de que el niño pudiese recordar su encuentro. Muchas décadas más tarde, durante el viaje de su madre por el camino celestial, ella le pidió a su hijo que le dejara pasar su última noche bajo las estrellas. Él, complaciente, acompañó a su madre durante su velada, ella recostada sobre el suave y mullido césped del jardÃn de su casa de campo, y él sentado, admirando los astros por vez primera en muchos años. —La veo, —dijo ella, —El hada, la veo. Y es que el hada sólo era visible para los que no estaban demasiado ocupados en sus propios asuntos como para que les importase algo tan banal como las estrellas. |